Blancanieves no era tan buena
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS 04/12/2011
Los cuentos infantiles han llegado hasta nuestros días
dulcificados por Perrault, los hermanos Grimm o Disney. les damos la vuelta
para sacar su crudeza a partir de una interpretación fotográfica muy personal.
Había una vez un reino entre dos mares en el que siempre lucía
el sol. Tenía un primer ministro al que sus amigos -incluidos los más belicosos-
retrataban con cara de cervatillo y al que los ciudadanos querían mucho porque
sacó al país de la guerra de Mesopotamia y sentó a su mesa a tantas princesas
como príncipes, pero sobre todo porque, a pesar de haber nacido en una que
llamaban Ciudad del León, él era tan sencillo como un zapatero. Cuestión de
talante, decía él quitándose importancia. Cuando los sabios oyeron esa palabra
recordaron que talante, como talento, viene del nombre que en griego tenía una
moneda de oro.
Saber que todo podía ser cuestión de dinero no enturbió el ánimo
de la ciudadanía, hasta el punto de que esa palabra, como muchas otras, pasó a
pronunciarse como si fuera esdrújula. A pesar de que el cielo se había ido
nublando en los imperios vecinos, en el reino del talante lucía un sol perpetuo.
En parte porque era un sol pintado por Miró para atraer turistas y en parte
porque el reino vivía dentro de una burbuja que no dejaba pasar las nubes a
cambio, eso sí, de hacer que cada vez el aire estuviera más viciado. Fue
entonces cuando se prohibió fumar dentro de los palacios.
Todo era de cuento: los atletas ganaban campeonatos incluso
en los antípodas, y las gentes cruzaban el mar para ver el milagro de aquel país
en el que los prestamistas daban dinero al que se lo pedía y el primer ministro
eliminaba impuestos e incluso repartía monedas cuando le sobraban. Tan seguras
parecían las cosas materiales y presentes, que los guías del reino decidieron
arreglar las pasadas y espirituales. Fue así como los consejeros del reino
decidieron crear un ministerio al que le buscaron el nombre más bonito: igualdad.
Duró lo que duraron los talentos de oro y terminó alojado en la casa de la
sanidad, pero tuvo tiempo de hacer cosas sensatas y, también, cosas
extravagantes.
Entre las últimas estaba buscar una solución, política y
correcta, para un viejo problema: la crueldad y el sexismo de los cuentos
infantiles. Todo quedó en la búsqueda porque los duendes pincharon la burbuja y
las palabras dejaron de ser esdrújulas y agudas -paridad, igualdad y volvieron
a ser llanas -prima, riesgo, deuda, soberana. El cuento sigue porque los súbditos
del reino pusieron a buscar oro a un registrador de la propiedad cuyo mayor mérito
era la paciencia. Continuará, pues.
Fábulas aparte, en la primavera del año pasado, pocos meses
antes de convertirse en Secretaría de Estado, el Ministerio de Igualdad promovió
una campaña para incentivar la lectura entre los niños de relatos que no
estuvieran lastrados por los estereotipos, sexuales y violentos, de los cuentos
clásicos de la tradición infantil: Barba Azul, La Cenicienta, La Bella
Durmiente...
No es una novedad. El maquillaje y la censura forman parte
de la evolución editorial de la literatura para niños tanto como la brutalidad
de muchas de las peripecias que la nutren. En 1697, un académico francés
llamado Charles Perrault recogió en un volumen ocho cuentos -La Bella
Durmiente, Caperucita Roja, El gato con botas, La Cenicienta y Pulgarcito,
entre ellos- en los que es difícil desligar lo que se le debe a él de lo que él
debe a la tradición. Un siglo más tarde, dos hermanos alemanes, los Grimm,
publicaron una recopilación que incluía varios de los cuentos del francés en
versiones levemente distintas o muy distintas. Si la Caperucita de Perrault
termina con la niña dentro del estómago del lobo, la de los Grimm se prolonga
hasta la heroica intervención del cazador.
Eso sí, en tiempos de guerra entre Alemania y Francia, esos
relatos desaparecieron de las sucesivas ediciones. Lo mismo que hoy es difícil
encontrar una recopilación de la pareja de escritores que incluya El judío
entre los espinos, un texto que hasta el menos amante de la pedagogía moderna
consideraría racista.
Pero los maquilladores no se conforman con ver cómo Perrault
salva a la última mujer de Barba Azul, se empeñan en resucitar a todas las
esposas degolladas por él. No obstante, los malos no son los únicos en pasar
por el quirófano de la cirugía estética. Los buenos también reciben su ración
de edulcorante para hacer de las bellas candidatas a Miss Universo y de los
jorobados seres que no producen miedo alguno. Ni que decir tiene que el gran cirujano
de la narrativa tradicional no surgió de la literatura, sino del cine: Walt
Disney, al que Rafael Sánchez Ferlosio -autor de una novela con niño como
Industrias y andanzas de Alfanhuí no duda en calificar de "el gran
corruptor de menores y la mayor catástrofe estética, moral y cultural del siglo
XX".
La comparación entre el Pinocho que Carlo Collodi publicó en
1882 y el que Disney estrenó en 1940 es más que gráfica: el cascarrabias
Geppetto se convierte en un anciano tierno con pez y gato; el tiburón, en
ballena y el grillo no desaparece para reaparecer más tarde, sino que se
transforma en acompañante de la marioneta que nunca termina de llegar a la
escuela. Por supuesto, en el cine nunca se vio lo que puede imaginarse en el
libro: a Pinocho contemplando su propia muerte como muñeco.
A veces, la cautela va más allá de lo obvio. Así, no faltan
los editores que alertan a sus autores del peligro de que los protagonistas de
sus libros corran sus aventuras solos, lejos de la mirada de sus padres. Se trata
de poner una red pedagógica donde el relato necesita un salto narrativo. Triple
y mortal a veces, pero imprescindible: al lado de un adulto no hay historia
posible. Adiós a Pulgarcito, Hansel, Gretel, Caperucita y, de nuevo, Pinocho.
"A menudo los que se asustan son más bien los padres. Y
estos a su vez asustan al niño", apunta la experta en cuentos de hadas
Clarissa Pinkola, autora de una amplísima antología de relatos de los hermanos
Grimm y de un trabajo ya clásico del clásico: Mujeres que corren con los lobos.
Allí se pregunta por qué los cuentos de todo el mundo recogen originalmente
episodios que no ocultan su cara más brutal. Porque, responde, "no es
probable que prestemos atención a la alarma si esta se expresa en términos más
blandos". El mismo mecanismo, sugiere, que hoy se usa en las campañas
contra el consumo de drogas o contra los accidentes de tráfico.
Por supuesto, todo lo anterior no es cosa de niños. Todavía.
No cabe relegar en exceso la chispa primera de relatos que terminan cargados de
arquetipos y de interpretaciones morales: el hecho de contar, simplemente. Y su
efecto primero: el entretenimiento. En un ensayo antológico titulado con una
pregunta, ¿Qué quiere un niño?, el filósofo José Luis Pardo comparaba a los
personajes de Pinocho y Buzz Lightyear (el astronauta de la película Toy Story)
como ejemplos, respectivamente, de muñeco que quiere ser humano y humano que no
sabe que es un muñeco. Pardo, además, reflexiona sobre el carácter amoral de
los niños. "La célebre y celebrada inocencia de los niños", dice, "no
mienta una incapacidad para hacer el mal, no es que los niños sean buenos; su
inocencia está cargada de perversidad; no son ni buenos ni malos porque
simplemente carecen de conciencia moral, son capaces de cometer las peores maldades
sin sentir remordimiento alguno, les falta la conciencia de culpa".
No es lo único, por cierto, que les falta a los niños, esa
peculiar especie de animal racional. También les falta, para su felicidad,
conciencia de algo que a medida que crecen se convierte en toda una cadena: el
hilo argumental. De ahí que puedan entrar y salir de una historia disfrutando
de cada instante como si fuera único. De ahí que nunca terminen de escuchar un
cuento de una vez por todas. O de ver una película, la forma moderna de los
cuentos antiguos. De ahí que sean capaces de leer (o ver) lo mismo una y otra
vez. La ventaja de ser inmortal es que el tiempo no existe. El problema es que
creen que todos disfrutan de su misma condición. Walter Benjamin, que tanto
escribió sobre la figura del narrador tradicional -narrar no es solo un arte,
también es un mérito, decía que la primera experiencia que el niño tiene del
mundo no es que los adultos sean más fuertes, sino su incapacidad para la magia.
Tenía razón. Jesucristo no era una excepción: todos los niños creen que sus
padres son Dios.
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España]
- Tel. 91 337 8200
"Anhelo
ser padre" - Pinocho por Juan Diego y Dafne Fernández - fotografía de
MANUEL DE LOS GALANES
"Sueño una vida distinta" - La Cerillera por Ruth Núñez y Marisa Paredes - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
"Los niños de las Cruzadas" - El flautista de Hamelín por Alejo Sauras - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
"¿Quién es la mala en verdad?" - Blancanieves por Ariadna Gil y Ana Rujas - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
"Un felino inquietante y oscuro" - La bella y la bestia por Carlos Bardem y Natasha Yarovenko - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
"Las rosas deben ser rojas" - Alicia en el país de las maravillas por Blanca Portillo y María León - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
"Fundidos para siempre" - El soldadito de plomo por Paco León y Ana María Polvorosa - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
"Con quince años menos" - Caperucita roja por Blanca Suárez - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
"Ella, él y los gemelos" - La bella durmiente por Miguel Ángel Silvestre, Patricia Montero y Alicia Lobo - fotografía de MANUEL DE LOS GALANES
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200