La isla de los hombres solos
Raúl Humberto Muñoz Aragón
Raúl Humberto Muñoz Aragón
45 años.
Un gris que abruma, que envuelve en una melancolía que duele, que carcome el alma.
Una vida opaca, vacía, triste.
Cuatro de la tarde de un día sin tiempo, sin viento; en medio de un murmullo compartido por todos, un murmullo que oculta la charlas de otros; los pensamientos de siempre.
Con el periódico vespertino bajo el brazo, la mirada esquiva, el paso rápido, automático; camino rutinario, “sabido”, múltiples veces recorrido en un patético viaje en búsqueda de humedades perdidas, siempre a la búsqueda de un sentir esquivo, siempre la misma hora.
Hace ya algunos años que entro por primera vez, aquella ocasión era distinto, acompañado del jolgorio de amigos, compañeros de odisea en los cuales el morbo era bandera, cuando los años inundan de rebeldía la vida, donde lo prohibido atrae inevitablemente, al amparo de las sombras, con el corazón latiendo a mil por hora, en el pantalón la cartilla alterada del hermano mayor, juego mágico entonces, juego del que hoy queda nada.
Ya han pasado los días de gloria también para la sala, ya no hay más estrenos, no más filas interminables; atrás quedaron la dulcería llena, los viajes espaciales de mano de alienígenas, o a los abismos de pesadillas en secuelas interminables; hoy las palomitas son una maza informe, húmeda e insulsa, los sueños se han ido ya.
La película no importa, la acción es la misma, siempre la misma, un interminable retorno, vaginas y penes, sexo por el puro sexo, sin la música que lo tonifica, que seduce; no aquí sólo hay coito continuo y constante, en poses acrobáticas sacadas de kamasutras light.
En la taquilla esta la misma vieja gorda de aquellos tiempos idos, quizá sea lo único que quede del ayer, envuelta en un hartazgo infinito, con sonrisa irónica recibe el dinero y entrega el boleto, años ha que dejó de ver con curiosidad a los clientes, “cinéfilos” cautivos, mucho tiempo paso ya desde que le dirigió la última palabra a uno de ellos. Se han convertido para ella en seres sin identidad, dejo de molestarle las propuestas indecorosas que le hacen los que aun siente que el sexo puede ser físico.
Con boleto en mano se dirige a su sala sin recordar bien a bien como fue quedándose solo, cuándo fue que los amigos se alejaron por novias o esposas; al principio el se burlaba de ellos, hoy no los recuerda ya, son fantasmas perdidos en algún rincón de la memoria. Al entrar la humedad imperante le abofetea el rostro, es una humedad sórdida sin relación alguna con las otras humedades, aquellas que el deseo produce, ésta de hoy es productos de los encuentros carnales sin carne que se han multiplicado por miles a lo largo de la historia de este cine.
El olor es rancio, agresivo. Las butacas vacías, sucias, en la sala algunos cuerpos se vislumbran en la oscuridad imperante. En la pantalla dos sexos inician la coreografía. El zipper del pantalón deja el paso libre para un nuevo encuentro, un vaiven automático, sin sentido, ya no hay nada que sentir.
No hay placer, sólo una infinita soledad, sin camino aparente, una vida autómata.
Al término de la función una nueva mancha “adorna” las butacas del cine. Con paso lento se aleja. Los ojos vacíos.
Un gris que abruma, que envuelve en una melancolía que duele, que carcome el alma.
Una vida opaca, vacía, triste.
Cuatro de la tarde de un día sin tiempo, sin viento; en medio de un murmullo compartido por todos, un murmullo que oculta la charlas de otros; los pensamientos de siempre.
Con el periódico vespertino bajo el brazo, la mirada esquiva, el paso rápido, automático; camino rutinario, “sabido”, múltiples veces recorrido en un patético viaje en búsqueda de humedades perdidas, siempre a la búsqueda de un sentir esquivo, siempre la misma hora.
Hace ya algunos años que entro por primera vez, aquella ocasión era distinto, acompañado del jolgorio de amigos, compañeros de odisea en los cuales el morbo era bandera, cuando los años inundan de rebeldía la vida, donde lo prohibido atrae inevitablemente, al amparo de las sombras, con el corazón latiendo a mil por hora, en el pantalón la cartilla alterada del hermano mayor, juego mágico entonces, juego del que hoy queda nada.
Ya han pasado los días de gloria también para la sala, ya no hay más estrenos, no más filas interminables; atrás quedaron la dulcería llena, los viajes espaciales de mano de alienígenas, o a los abismos de pesadillas en secuelas interminables; hoy las palomitas son una maza informe, húmeda e insulsa, los sueños se han ido ya.
La película no importa, la acción es la misma, siempre la misma, un interminable retorno, vaginas y penes, sexo por el puro sexo, sin la música que lo tonifica, que seduce; no aquí sólo hay coito continuo y constante, en poses acrobáticas sacadas de kamasutras light.
En la taquilla esta la misma vieja gorda de aquellos tiempos idos, quizá sea lo único que quede del ayer, envuelta en un hartazgo infinito, con sonrisa irónica recibe el dinero y entrega el boleto, años ha que dejó de ver con curiosidad a los clientes, “cinéfilos” cautivos, mucho tiempo paso ya desde que le dirigió la última palabra a uno de ellos. Se han convertido para ella en seres sin identidad, dejo de molestarle las propuestas indecorosas que le hacen los que aun siente que el sexo puede ser físico.
Con boleto en mano se dirige a su sala sin recordar bien a bien como fue quedándose solo, cuándo fue que los amigos se alejaron por novias o esposas; al principio el se burlaba de ellos, hoy no los recuerda ya, son fantasmas perdidos en algún rincón de la memoria. Al entrar la humedad imperante le abofetea el rostro, es una humedad sórdida sin relación alguna con las otras humedades, aquellas que el deseo produce, ésta de hoy es productos de los encuentros carnales sin carne que se han multiplicado por miles a lo largo de la historia de este cine.
El olor es rancio, agresivo. Las butacas vacías, sucias, en la sala algunos cuerpos se vislumbran en la oscuridad imperante. En la pantalla dos sexos inician la coreografía. El zipper del pantalón deja el paso libre para un nuevo encuentro, un vaiven automático, sin sentido, ya no hay nada que sentir.
No hay placer, sólo una infinita soledad, sin camino aparente, una vida autómata.
Al término de la función una nueva mancha “adorna” las butacas del cine. Con paso lento se aleja. Los ojos vacíos.
ymahr@yahoo.com
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