lunes, 18 de agosto de 2014

Decir adiós / Raúl Humberto Muñoz Aragón


Las veredas quitarán, pero la querencia cuándo… así se expresa la cultura popular, que en su sabiduría infinita e inocente, retrata fielmente el espíritu de un pueblo que en dichos, coplas, versos y canciones, canta sus convicciones, dibuja sus creencias, manifiesta sus anhelos, expresa sus reclamos. En ese caló popular, se sintetiza el sentimiento, los temores, los sueños, las luchas, los ayeres y los mañanas que a lo largo de su historia van acumulando pueblos, culturas y sociedades alimentados a través de las historias, los mitos, las leyendas y las experiencias vividas, individual y colectivamente.
Somos un pueblo que ama… ama a la muerte; a quien canta y seduce, sueña y convive con ella, en un romance tan profundo que nos resulta muy difícil dejarla de lado, tomarla en serio. Sin duda, amamos la vida, tanto que la eternizamos, que cuando la muerte nos sorprende y toca nuestra puerta, nos rehusamos a ella, renegamos y nunca estamos preparados, tal es nuestro amor por la vida que siempre postergamos para mejores días aquello que deseamos hacer, que queremos decir; así los abrazos, los "te quiero", las ilusiones, los proyectos se quedan truncos, almacenados en buenas intenciones, siempre en espera del momento adecuado, ése que nunca llega.
Olvidamos, o pretendemos olvidar, que la única certeza que la vida nos da, es la muerte misma; es en ella que tiene sentido este andar nuestro, camino en que recolectamos las "querencias" que comparten con nosotros fragmentos de vida, instantes llenos a plenitud de nosotros mismos, momentos que nos impulsan a anhelar su eternidad, para, a fin de cuentas, no perder la felicidad, las emociones y los sentimientos que ahí nos nutrieron, que nos dieron las alas y alimentaron el pensamiento y las ideas.
Amamos con desenfado, con un desparpajo que nos lleva del amor al desamor en vorágine pasional que se nutre de la intensidad con la que nuestro espíritu atrapa la realidad, amamos íntegramente, idílicamente, hacemos del objeto de nuestro amar, sea quien sea receptor de este amor, en un ser perfecto aun en sus múltiples y más grandes defectos; eterno, tanto que la muerte no puede tocarlo… y en esta forma de amar, olvidamos a veces decirlo, demostrarlo.
La mayor tragedia del Ser Humano es que quizá sea el único ser vivo que tiene la certeza de su finitud, es consciente que tiene un límite del cual no tiene un control pleno y este conocimiento lo impulsa a buscar la eternidad, a pesar de lo paradójico que resulta. Esta carga, a veces, se torna en dolor profundo, tal, que lacera las fibras más íntimas y personales, este conocimiento ha sido el motor en el que hombres y mujeres de todos los tiempos y culturas han buscado atisbar que hay después de ella, encontrado el sentido de trascendencia que les proporciona razón y sentido a esto que llamamos vida.
El dolor por la pérdida de aquéllos que el azar ha puesto en nuestro camino y que en algún momento construyeron algún retazo de nuestra vida es tan profundo que hace de nuestra irracionalidad factor determinante en giros, a veces bruscos, de nuestro comportamiento, trastocando nuestra esencia y personalidad, cegándonos al grado que olvidamos que la vida sigue, en tal magnitud que dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en una mueca dolorosa y permanente.
Sin duda, esta vida hay que vivirla con todos los sentidos puestos en ella, incluso en la muerte, pero también es necesario saber decir adiós, aunque duela, pues es el resultado inevitable que produce, pero el cual hay que vivirlo también.
Hay una certeza más en la vida, y es que ésta es movimiento permanente, interacción continua con otros, con ese prójimo a veces tan intangible, pero que siempre está ahí, del cual necesitamos y quienes a su vez nos necesitan. Es un camino en el que habremos de encontrar todas las aristas emocionales y sensoriales de las que somos capaces de asimilar y para las cuales nuestro espíritu se ha preparado. Eso es vivir, en todos los tonos que hay en cada etapa, a pesar de que "jugar a la vida es algo que a veces duele" como lo ha cantado Amparo Ochoa al interpretar la entrañable canción de Enrique Ballesté "Jugar a la vida".
Llorar eternamente por aquéllos que se nos "han adelantado" (como dice el sabio caló popular) es, de alguna manera, traicionarlos y traicionar lo vivido. Decir adiós duele y a veces mucho, pero es parte de la vida y hay que hacerlo, y cuando lo logremos, sin duda la vida se tornará más completa, que a fin de cuentas el adiós no es olvido, y la serenidad que nos deja la despedida nos permite honrar nuestro hacer y quehacer. Hay que llegar muy vivos al día final, que a fin de cuentas, "manque" nos quiten las veredas siempre habrá una senda por la cual arribar a nuestras querencias, sin importar espacio, tiempo o realidad.
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